sábado, 9 de junio de 2007

Pueblos Dormidos


Relato de lo que se fue.

Estos pueblos dormidos...
Pueblos dormidos que hicieron historia. Despertaron allá a principios de siglo, cuando había pobladores que se criaban en ellos. Pueblos que quedaron a la zaga del progreso, de las carreteras. Que se hicieron a la vera, y en donde los hijos de los hijos salieron en la búsqueda de otros pueblos movidos, despiertos.
Y hasta allá llegaron los hijos de los hijos de estos pueblos dormidos, llenos de polvo. Llenos de recuerdos. Como las ánforas que se van cargando de ilusiones que se pierden.
Así fue la vida en estos pueblos.
Porque había muchos que soñaban con salirse de ahí. Irse a otras aldeas.
Poblar otras regiones. Muchos de esos hijos de los hijos volaron a otros países. Los más cercanos. Y sin hablar el idioma, se hicieron al medio, llenos de miedo y esperanza. Y tuvieron sus hijos, que si aprendieron la lengua, pero perdieron la tierra. Que se quedaron sin ese polvo que sus padres y sus abuelos tuvieron en las uñas cuando nacieron. Por donde brotaron raíces.
Y los abuelos, aquellos que se quedaron en el terruño, buscando los polvos de aquellos tiempos, los polvos de sus ilusiones, de sus vidas que tuvieron con los hijos que se fueron a otros lares. Y sus compañeras, las mujeres, y las borracheras y las risas que nunca volvieron, porque los pueblos quedaron dormidos. Al cantar del gallo que anunciaba el ocaso. Gallo que también entonó mucho tiempo las auroras de estos pueblos dormidos, donde nunca llegó el progreso.
Pueblos dormidos donde fueron muchos políticos a prometerles tantas y tantas cosas. Pero que nunca cumplieron sus dichos y sus palabras.
Pero es que no se trataba de tener esas cosas que los políticos ofrecían. No. Era la vida misma que se iba a otros lados, al tiempo de los tiempos. Al aire que llegaba en el verano y que movía los tejabanes de las casas acartonadas de esos pueblos dormidos. Al viento que cruzaba las casonas de los pueblos viejos volando hacia las montañas para perderse en el espacio de las cosechas.
Esos pueblos de una sola calle “entierrada” y callejones que se pierden sin rumbo. Llenos de polvo que traían las lluvias de esos veranos cuando crecían los ríos, que daban esperanzas de las siembras que se hacían, con las manos surcadas de los viejos y de los hijos ayudando para que esos pueblos siguieran vivos. Y las siembras que por el sudor surgían vigorosas llenando con sus frutos las casas de los viejos y las panzas de los hijos. Y los juegos que los hijos tenían, al descanso de las siembras que vagabundeaban por los callejones perdidos de los pueblos viejos.
Y es que esos viejos querían arraigarlos, querían sembrarlos junto a las matas que crecían sin fertilizante y sin control. Matas salvajes, como los hijos que crecían y crecían sin parar, por los frutos de las siembras, pero con otros aires, con otros sueños de tierras lejanas, de príncipes y princesas aladas, con quienes platicaban en esos callejones perdidos de esos pueblos viejos. Y por donde los viejos pasaron un día sin encontrar la salida que los hijos desenterraron por los dichos que oyeron de los críos que como ellos buscaron lugares poblados de esperanzas y que los hijos descubrían sin temor, porque los viejos tuvieron miedo de dejar a sus viejos.
Y es que los hijos irían allá al futuro.
Cuando esos viejos que enseñaban con las manos ajadas, la siembra del hombre y del hambre y de sudor de barro, sin importarles nada, los hijos dejaron los pueblos, dejaron la historia.
Esos pueblos que hicieron leyenda. Donde un día llegaron caballos montados por hombres con paliacates y rifles en puño y mujeres a un lado. Y guitarras que plañeron canciones de antaño, como los viejos que oían y seguían recordando, llorando por sus viejos que se habían ido al igual que los hijos que se fueron.
Y así también un día llegó el cinito móvil. Ese que traían los nómadas donde venían aquellos niños piojosos, con cara- comida, con aquellos ojillos de capulines negros que se movían de lado a lado, hurgando a los viejos del pueblo. Asombrados por la piel arrugada tostada que tenían aquellos moradores de los pueblos viejos.
Pueblos dormidos, donde un día despertaron para escuchar la radio. Y al otro, para ver la tele. Y que no la comprendieron porque les hablaba de puras telenovelas. Esas de crimen, esas de pasiones encendidas, esas de cartabón y basura. Que llenaron las mentes de hojarasca barata. Que hicieron las mentes ligeras, mas huecas de lo que estaban al ver otros mundos falsos, vanos. Y que las doncellas del pueblo suspiraban con los colores y las figuras juveniles de los actores mudos que como títeres decían y hablaban cosas que nadie entendía.
Y luego los trapiches donde se hacían los dulces, las panochas, los alcoholes en aquellas casonas que el tiempo se llevo junto con el aire que las envolvió. Quedaron vacías por dentro con sólo el ruido de las animas que cuentan historias de los pueblos viejos.
Cuando cabalgan los héroes, cuando caminan los dioses. Y cuando se van los sueños.
Cuando al susurrar narraban las historias de los pueblos viejos que habían morado los clanes de antaño.
Pueblos dormidos. Que quedaron olvidados como los viejos que los anidaron.
Porque los hijos de esos viejos salieron en búsqueda de otros pueblos. De otras casas moradas donde el lenguaje se hizo extraño.
Y quedaron olvidados esos pueblos viejos junto con sus viejos que a la postre volvieron a la tierra de donde habían venido. Y el tiempo se los llevó junto con sus sueños y sus esperanzas. Y los pueblos viejos también se enterraron en esos recuerdos y en esos tiempos.
Quedaron solos.

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